4 semanas.
Aún no amanece y mi cama es un reptil. Los
resortes repiten con gruñidos los latidos de mi garganta, cambio de
posición sin abrir los ojos y escucho.
El viento afuera aletea en las ramas de los árboles.
Hoy tus ojos serán grises, como ayer.
Cada
mañana, en los 7 minutos de gloria después de la primera alarma,
mientras acomodaba mi brazo por debajo de nuestra almohada y tus pies
envolvían los míos, el pensamiento recurrente que tenía era “¿De qué color vas a tener hoy los ojos?”. Color buriel y grís. Hoy.
Abro
los ojos y aquí están tal cuál los pensé, y tu frente blanca tan cerca,
y tu boca un poco más allá, casi pegada a mi abrazo. Tu voz pequeña,
muy pequeña, me pregunta ‘por qué’ y ya no sé si estoy despierto o
por fin puedo responderte y que me escuches. Es que estas horas, en las
que domina la ansiedad y mi cabeza pide más explicaciones que de
costumbre ya no sé distinguir entre lo onírico y lo real, y todo parece
tan confuso y a la vez posible que cualquier acto deliberado que se me
escape podría ser imperdonable.
Es Pascuas, y quisiera enviarte un mensaje “Felices conejos, te amo”,
pero sería una estupidez. Sé que hay palabras que no querés recibir, y
probablemente termine haciendote mal leerlas. Las guardo. Hace 4 semanas
mi cabeza es un emporio de palabras guardadas y besos.
Pestañeo y ya no estás. Pasa todos los días.
Te extraño tanto, daría lo que fuese por abrazarte, amor. Todo.
Estiro mi beso al viento para que toque tu frente.
Va a sanar.
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